Hace un tiempo, leyendo por ahí un artículo extranjero, me encontré con algo que me resultó extraño. Decía que el carnotaurus sastrei había sido descubierto en un desierto sudamericano llamado Patagonia. Me encanta leer cómo escriben desde afuera de la Argentina hacia mi país, por cosas como ésta.
Lo primero que dije fue: “no es un desierto, para nada”. Gran error. Desierto es la palabra que mejor le va a la Patagonia. De hecho, está prácticamente totalmente atravesada por la diagonal árida sudamericana.
El problema radica en el significado que le damos a la palabra DESIERTO.
Desde antes de las llamadas “conquistas del desierto” (que, de hecho, fueron asesinatos y otras atrocidades cometidas a los aborígenes de la Patagonia), la región fue considerada un desierto. Esta palabra se usa para expresar un total desprecio por la tierra y la Tierra. Básicamente, para la gran mayoría, un desierto es un lugar donde no hay una ciudad.
Eso es para nosotros, sentados frente a una computadora, cómodos en una silla (o no, porque la mía es dura como el acero). Los que nos autoproclamamos evolucionados. “Civilizados” si somos un poco más modestos. Vemos en el desierto la ruina, una señal de la falta de lo esencial para vivir.
¿Y cómo, entonces, en los desiertos florece la vida, expresada en las más maravillosas y complejas adaptaciones para vivir? Vivir en el desierto es una continua lucha (así lo comprobaron los exploradores australianos Burke y Wills en 1860), y morir en él un verdadero honor.
Lo mismo sucedió con Península Valdés. Basta con decir que aquellos que dicen que el atractivo de allí son las ballenas son unos cerrados que nada más quieren aparecer en las fotografías para afirmar que “estuvieron allí”. Unos forros.
Sabía que no iba a ver ballenas francas. Mi única esperanza radicaba en que había una prácticamente transparente posibilidad de que hubiera orcas y/o toninas.
En el camino, toda mi vista del desierto cambió. Pero aún así, ahora lo afirmo: la Patagonia es un desierto, uno muy bueno y grande.
Primer parada en Carmen de Patagones. Allí conocí a la colonia de loros barranqueros más grande del continente (estoy seguro que del mundo entero también), el viento más fuerte y cansador que jamás había registrado, y gente buena y agradable que seguramente no volveré a ver jamás, pero con la que por suerte no me familiaricé.
Eso me abrió lo ojos y el corazón. Y es que a partir de entonces empecé a respetar a la vida tal como es. Sin esperar nada; solamente verlo o sentirlo pasar. ACEPTARLO.
Ya entré en Puerto Madryn como una persona diferente.
Como un ser diferente. Y me fui todavía más irreconocible. Un paseo por Península Valdés, cuando no hay ballenas francas, es una experiencia que hace que valga la pena vivir. Francamente, la ballena es un elemento más que encaja a la perfección en ese ecosistema perfecto y colorido como una pintura. Se lo mire por donde se lo mire, con paciencia y respeto, es PEREFECTO y SORPENDENTE.
Pingüinos, loycas, guanacos, choiques, elefantes y lobos marinos, cormoranes, petreles, gaviotas, el mar del azul más profundo jamás creado… todos y cada uno de esos elementos hacen de ese apéndice “desierto” de Chubut un lugar único que enseña mucho más de lo que nos meten en la cabeza en cualquier institución a través de cualquier medio.
Me siento profundamente agradecido por haber tenido la oportunidad de ir en esa época del año (y más aún por haber podido ir después con ballenas y todo).
Lo malo de ese lugar es que, a pesar de poder admirar la grandeza y belleza de un territorio que nunca nos perteneció, no somos capaces de valorarlo, hasta que ya no estamos allí.
Lo malo de ese lugar es que, a pesar de poder admirar la grandeza y belleza de un territorio que nunca nos perteneció, no somos capaces de valorarlo, hasta que ya no estamos allí.
De regalo, una infaltable: